
La celebridad que alcanzó esta frase surge de la exitosa campaña presidencial de Bill Clinton, que lo depositó en la Casa Blanca en enero de 1993.
La utilización que hago de esta frase en el título de esta entrada no es el uso electoral que le dio Clinton, sino para interpelar las reiteradas «masterclass» de quienes, adjudicándose el conocimiento económico, buscan naturalizar el padecimiento de un pueblo que, habitando un país con múltiples riquezas, no puede transformarlas en fuentes de calidad para sus vidas.
He reiterado muchas veces lo que hace años sostengo: la política es el campo donde se dirimen los intereses económicos de los distintos sectores que conforman una sociedad.
Por el poder legislativo y coercitivo que detenta, la política busca el control del Estado para así establecer las relaciones económicas que, a su vez, dan forma a la estructura que organiza a la sociedad.
Cada una de las decisiones políticas que se toman desde el Estado tienen, indefectiblemente, un objetivo: beneficiar económicamente a los destinatarios de esas decisiones.
Cuando hablamos de producción de bienes y servicios, de la distribución y del consumo de esos bienes y servicios, de cómo remuneramos a quienes intervienen en esa producción, estamos hablando de economía.
Ahora bien, cuando hablamos de qué y para quien producimos, de cómo se realiza la distribución y el consumo de esa producción, y de cómo se remunera a los actores de esa economía, empezamos a hablar de decisiones tomadas desde el Estado por quienes, desde la política, han llegado a tener el control estatal. Entonces estamos hablando de economía política.
Con lo cual, las decisiones políticas tomadas desde el Estado, regulando o desregulando actividades de la economía, dirigen sus beneficios hacia los intereses que están representados por quienes gestionan el Estado en cada momento histórico.
Así nos (des)informan que cuando los intereses representados en el Estado, con políticas beneficiando a las mayorías populares, solo nos «hacen creer» que podemos tener celulares, televisores, vacaciones, automóviles, motos y la heladera llena.
Ahora cuando los intereses representados en el Estado son los de la sempiterna oligarquía, hoy diversificada, las políticas que los beneficia surgen de «situaciones naturales» o «leyes económicas», buscando con esas argumentaciones darle al conocimiento económico el rango de entelequia aristotélico, es decir que tiene el fin en sí mismo.
La obsesión existente en las clases dirigenciales argentinas por garantizar la concentración de riquezas en pocas manos y su propensión a subordinarse a intereses extranjeros (españoles, británicos, yanquis, y ahora a los señores tecnofeudales) nos llevan a permanecer en un bucle de tiempo donde repetimos las vivencias una y otra vez.
Y en 215 años de historia y a 164 años de la consolidación oligárquica de Pavón, salvo en los fugaces 8 años de Yrigoyen, 10 años de Perón y 12,5 años de Néstor y Cristina, no hubo proyecto político cuestionando la responsabilidad empresarial por la situación socioeconómica ni confrontando el entramado jurídico que sostiene los privilegios del poder económico.
Entonces recapitulemos. Si en la política se dirimen los intereses económicos de los distintos sectores sociales, los que pugnan por controlar el Estado a través de sus representantes, se legitima el ES LA ECONOMÍA, ESTUPIDO, que da título a estas opiniones.
Y dicho esto, agrego que, para no desperdiciar su poder político, el pueblo debe entender a la economía.
Jauretche decía: «En economía no hay nada misterioso ni inaccesible al entendimiento del hombre de la calle. Si hay un misterio, reside en el oculto propósito que puede perseguir el economista y que no es otro que la disimulación del interés concreto al que sirve».
Y remataba Scalabrini Ortiz con la frase «Cuando usted no entiende una cosa de economía, pregunte hasta que la entienda. Si no la entiende, es que están tratando de robarle’”
Y antes que me interpelen con la frase ¿qué hace este tipo hablando de economía?, les cuento que no soy economista. Simplemente soy graduado en Administración de Empresas, lo que me remite a un área de conocimiento focalizado en el comportamiento de productores, comerciantes, consumidores, es decir el comportamiento de las llamadas unidades económicas que conforman la microeconomía.
Dicho de otra manera, el comportamiento de los actores de la economía real.
También recibí en el transcurso de la carrera conocimientos sobre otras áreas de la economía.
El haber transitado esos caminos del conocimiento no me permite, de ninguna manera, adjudicarme la certeza del saber económico. Mucho menos la capacidad para elaborar una teoría económica que me posicione para el Nobel de economía (eso lo dejo para el «sustancias o chapita»).
Sin embargo, lo expresado no me impide dudar sobre veracidad de la chachara de aquellos que, portando un título de grado, nos explican a la economía desde la «verdad revelada»,
Y como contrapartida de esas dudas, y en función de lo dicho por esos dos grandes expositores del pensamiento nacional y popular arriba mencionados, puedo exponer una única certeza: el discurso económico, en su gran mayoría, tiene como objetivo crear un sentido social que favorezca al poder económico. Y revestido con un lenguaje técnico busca hacerlo misterioso, inaccesible e inentendible, para ocultar que alguien nos está robando.
Ojalá las dudas que publicaré en mis próximos posteos permita que, quienes las lean, puedan suscribir mi única certeza.
Y que eso nos permita tomar decisiones políticas que rompan el bucle histórico en que transcurre nuestra vida como sociedad.
Abrazos y hasta pronto.
Les dejo la canción que escuche mientras revisaba este escrito
POSDATA: para ir entrando en clima.
El costo de vida reflejado en el Índice de Precios al Consumidor que publica el Indec, tiene como base la estructura de gastos de los hogares surgidos de la Encuesta Nacional de Gastos de los Hogares. El Indec utiliza la elaborada en el año 2004/05, a pesar de que existe otra confeccionada en 2018/19, que asume los cambios de consumo representados en el gasto de las familias en ese espacio de tiempo y que el gobierno no autoriza a utilizar. Les cuento que, con cálculos propios (vicios de mi formación), utilizando la del año 2018/19, la inflación del año 2024, oficialmente 117,8%, estaría aumentada entre un 15% y un 20% por encima de la oficial. Explicación por la cual uno se da cuenta que los aumentos de precios no coinciden con el IPC del Indec.